La tentación se volvió insoportable
Había pasado días mirándolo.
Estaba en su caja, en mi mesa de noche, como un secreto que esperaba ser descubierto.
Esa noche, ya no pude más.
Me desnudé lentamente, solo con la luz cálida del velador encendida. Mi cuerpo ya estaba alerta. Solo pensar en lo que estaba por hacer había hecho que mi piel ardiera.
Mis pezones estaban duros, palpitando solo con la idea.
Me recosté. Abrí las piernas, dejando que el aire fresco de la habitación rozara mi sexo húmedo.
Solo pensar que me estaba excitando sin haberlo encendido me hizo sonreír.
Ya no había miedo. Solo hambre.
Primer contacto: la electricidad que subió por mi cuerpo
Lo encendí. El zumbido fue hipnotizante.
Deslicé suavemente el vibrador sobre mi vientre, bajando lentamente, sin tocar aún donde más lo deseaba.
Cada segundo sin llegar a mi clítoris era tortura.
Pero me obligué a jugar.
Quería que el deseo se desbordara.
Finalmente, lo posé sobre mi clítoris.
El primer toque fue como un latigazo de placer.
Mis caderas se arquearon involuntariamente.
Gemí en voz baja.
Moví el vibrador en pequeños círculos, subiendo apenas la velocidad. La sensación era diferente a todo lo que había experimentado.
No era solo placer.
Era hambre. Era necesidad.
Mi cuerpo comenzó a moverse solo. Empujaba contra el vibrador, buscando más contacto, más presión.
No podía parar.
No quería parar.
El orgasmo que no pude controlar
Cuando subí la intensidad, el sonido del vibrador se mezcló con el eco de mis gemidos.
Ya no me importaba si los vecinos escuchaban.
Estaba demasiado lejos para preocuparme.
En segundos, todo mi cuerpo se tensó.
El orgasmo llegó como una ola violenta.
Me sacudió.
Grité.
Mis muslos se cerraron con fuerza alrededor del juguete mientras mi espalda se arqueaba hacia el techo.
Fue largo.
Fue salvaje.
Fue hermoso.
Cuando mi cuerpo finalmente se relajó, respiraba agitada.
Me sentía mareada, feliz... poderosa.
Después de la tormenta
Apagué el vibrador.
Lo observé, todavía tibio por el uso, como si acabáramos de tener la mejor de las primeras citas.
Ya no era un extraño.
Era mi nuevo cómplice.
Limpiarlo fue casi ritualístico. Lo hice con delicadeza, agradecida.
Esa noche dormí desnuda, exhausta, con una sonrisa satisfecha.
Había conocido una versión de mí misma que no sabía que existía.
Y no pensaba dejarla ir.